ECLESALIA, 21/01/10.- Olfateamos con sus perros, arañamos con sus uñas el polvo de la destrucción, clamamos al mismo y limpio Cielo. Somos muchos a pie de las ruinas en Puerto Príncipe y alrededores. Las voces se van apagando bajo el peso inmenso de los escombros, voces llamadas a despertar en otros mundos, en otros firmes más seguros que no destartalan tsunamis, ni terremotos; en otras dimensiones donde los techos no crujen y el cemento es más liviano. Muchas voces bajo las toneladas de ruinas se han ido extinguiendo, pero a nosotros nos queda su eco, su recuerdo. A ese eco, que ya no es de este mundo, contestamos y prometemos que la tragedia no será en balde, que venceremos la distancia y el olvido, que venceremos el propio y hundido egoísmo.
Tras esos hilos de voz estamos buena parte de la humanidad. El peso de las ruinas, la magnitud de la destrucción nos han vuelto a unir, esta vez en un grado hasta el presente no conocido. La tragedia de Haití nos ha permitido sentirnos corazón con corazón en el socorro de los hermanos del país caribeño. Toca sacudir más que nunca nuestros bolsillos. Sólo cada quien sabe el techo máximo de su desembolso, a qué cifra puede aspirar, cuántos euros podrá poner en el volante bancario, dinero vital que será auxilio, agua, comida… para quienes han sufrido todos los azotes imaginables.
Siempre habrá quien sentencie el adverbio “tarde” desde cómodos micrófonos. En realidad nunca es pronto cuando hay corazones que aún laten bajo los escombros, pero hay obstáculos insalvables hasta que la excavadora se puede poner delante de la edificación en ruinas. Palés de ayuda internacional estaban ya sobre el terreno, cuando sólo habían pasado unas horas de la tragedia. No es tampoco la hora de la desconfianza. Olvidemos segundas intenciones con tanto dolor aún estallando. Obama no va a la isla a quedarse y sin embargo qué expliquen quienes vierten sospechas poco fundadas, cómo se mantiene un orden imprescindible, cómo se garantiza la seguridad, cómo se reparte una ingente ayuda humanitaria sin presencia de soldados.
Pese a la dureza y la magnitud del golpe, no convendrá olvidar que hay un aeropuerto desvencijado sobre el que no paran, aún con el riesgo de la maniobra, de aterrizar aviones de todas las naciones. Las más diversas banderas hondean en la gran explanada donde se ordenan los campamentos improvisados. El dolor por la devastación general ha traído ya su recompensa en forma de fortalecimiento de la unidad humana.
Naves solidarias de todo el mundo ponen rumbo a Puerto Príncipe. Aviones con sus panzas cargadas de esperanza aterrizan masivamente en el epicentro de la desgracia. Nuevamente es el sufrimiento lo que nos hace sentirnos humanidad. Son catástrofes de uno u otro signo las que nos hacen constatar en alguna medida “el somos uno”, “el juntos podemos”. ¿Así por cuánto...? ¿Hasta cuándo el aprendizaje entre las ruinas de desastres o batallas? Quizás es llegado ya el momento de ser proactivos en favor de la unidad humana y no sólo reactivos.
¿Y si por fin tomáramos la delantera al dolor? ¿Y si nos atreviéramos a sentirnos humanidad sin que ningún cataclismo azote ninguna costa, y si nos atreviéramos a hermanarnos sin que tristes titulares asalten las cabeceras de los medios…? ¿Y si nos atreviéramos a ser una huma-unidad sin sorteo de calamidades, sin que los cadáveres se agolpen en ninguna arena, en ningún asfalto...?
Mañana no sean tantos ecos acallados, tantos escombros para por fin hermanarnos. El mayor reto humano no es el cambio climático, por gravísimo que se manifieste este problema, el superior desafío lo sigue constituyendo la conquista de mayores cotas de unidad y armonía en la diversidad. A partir de una más permanente y estable colaboración será posible encarar nuestros retos globales más fácilmente. Es preciso atreverse. Se nos han dado todos los medios para empezar a fraguar el más elevado de todos los sueños, la fraternidad humana. Ya no es necesario pasar tantos trances para poder abrazar por fin el supremo ideal.
Las lecciones se desparraman entre los cascotes. Toda terrible experiencia colectiva otorga, cuanto menos, su aprendizaje. Ya aprendimos a arañar juntos los escombros, arañemos ahora también juntos el futuro para que los techos no se desmoronen y la miseria tampoco cunda bajo ellos. Arañemos juntos la aurora de una humanidad unida en el desastre, pero sobre todo unida en medio de la vida; juntos en las ruinas, juntos levantando las ciudades desplomadas, juntos testimoniando una nueva era de justicia y solidaridad por siempre en la tierra.
(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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